Wednesday, April 13, 2011

El legado de Diego según Antonio

Por Diego Pessolano
Cuento de fútbol


Iba de un lado para el otro de la vivienda. Impaciente. Sabedor de que se reencontraría con una de las actividades que más disfrutaba. Lógico. ¿A quién, siendo chico, no desesperaba toparse con el momento del partido de fútbol? La cita era la misma si transcurría con amigos, o amigos de algún amigo, o simplemente con conocidos o allegados. Cuando la pelota empezaba a rodar ya los amigos dejaban de gozar del tratamiento afectuoso. Es que cuando la pelota pone en marcha su viaje por la cancha todos queremos estropear al oponente. No hay amistoso que valga. Puede jugarse por quien paga la Coca Cola, la cerveza, el asado. Por lo que sea. Pero por sobre todas las cosas uno juega al fútbol por el honor. El honor no se desestima, todo lo contrario. El héroe en el barrio es el que carga la capacidad de marcharse a casa bañado en la sensación única del deber realizado. Vos ganaste, sos Gardel; si perdiste sos un salame, el sonso, el que tendrá que masticar la bronca – eternamente dura como durmiente de ferrocarril- hasta que el fútbol te de la revancha y, cuidado… celebrá en el próximo porque sino te toman de punto y cuando en el fútbol te tienen de punto tu reputación merma y ahí te quiero ver.  
Me ensalcé dialogando sobre el fútbol y si bien esta historia tiene como uno de sus ejes a ese bellísimo e inexplicable arte, lo que quiero narrar pasa por Antonio. Debería decir Antonio por tres. Es que mi papá se llama Antonio. Mi nombre también es Antonio. ¿Cuál otro sería el de mi hijo? Flor de quilombo se armaba en las reuniones familiares si algún presente clamaba por Antonio. Automáticamente las tres generaciones poníamos en funcionamiento nuestro buscador hacia quien actuaría de interlocutor para lo que se aproximaba. Donde no había yerros era cuando el nombre partía de la boca de cierto socio de esta trilogía homónima. Si yo decía Antonio mi padre comprendía si me refería a él o a mi hijo y así en el resto de los casos porque para qué describir un particular enrollo que tal vez era peculiar, sin ser exclusivo.
A mi papá lo bautizaron Antonio y había un por qué. El abuelo, el papá de mi padre, tuvo el infortunio de que lo anotaran como Luis Alberto. El nono llegó de Italia, se instaló en la provincia de Santa Fe y por aquellos lugares con un nombre tal -de actor secundario de telenovela barata- no te perdonan. Porque Luis y Alberto son dos nombres, pero en Santa Fe te lo hacen uno. No es un ejercicio singular de esta provincia, ocurre en otros varios pueblos y ciudades del país. Obviamente que de eso uno se da cuenta con el tiempo, cuando la vida te lleva a caminar por sí misma, tomándote la mano y no permite escapatoria. Entonces el Luis Alberto era unido por una letra jota. Cuestión que el Luis Alberto sufría una metamorfosis dialéctica a un Luijalberto. Mi abuelo puteaba con la adherencia. Indudable, ¿qué método diferente emplearía un tano del sur de Italia? Humano, de menos pulgas que alfombra de hotel cinco estrellas, no digería el Luijalberto y qué camorra se armaba en los días donde su pie izquierdo era el primero que conectaba con el suelo al abandonar la cama.
De movida sucedía algo inusual. Italiano, como divulgué, y con nombre español. Lo sensato hubiera sido Luigi y no Luis. Luis, nombre que posee las vocales débiles i y u… verdaderamente una cagada. Me quedé corto; una reverenda cagada. Su procreador, el abuelo de mi papá –y espero que el árbol genealógico no haya mutado a bosque genealógico con tintes de laberinto- aparentemente anduvo enamorado de Concepción, una murciana que, al ser componente de una familia adinerada de España, se regalaba lujos. Había que viajar a fines del siglo XVIII dentro de Europa, no era una materia simple de rendir. Coyuntura inusual. Esta mujer le habría dicho -en esas románticas charlas que los enamorados tienen y donde se habla sobre asuntos que nacen, se desarrollan y mueren en un lapso breve- que de tener un hijo los nombres que ella barajaba eran Luis o Alberto. El pollerudo –no escribo lo que realmente navega por mi mente para no ofender la memoria de mis antepasados- sacando provecho de la sociedad machista de la época, anotó a su primogénito con los nombres escritos arriba. Funesto acto de misoginia.
El anciano guardaba la historia muy en su interior, como si dentro de él albergase una cárcel de máxima seguridad. La anécdota, inédita para los demás. Debían tenerse agallas para compartirla porque a la famosa Concepción sus allegados le decían Concha e imaginate que si en Argentina llegás a decir que tu papá estuvo perdidamente enloquecido por el amor de una Concha… estás frito, estás liquidado. Sos objeto de burlas diarias. ¿O puede ser distinto?
A mi abuelo le llegó el turno de emigrar nuevamente. Ahora más cerca porque no cruzaría el Atlántico. La travesía, escueta, consistía en traspasar la frontera que divide una provincia de otra. Descendería algunos kilómetros para amarrarse a Buenos Aires y se instalaría en un barrio cuyo apelativo no viene al caso.
Él, que se jactaba –mentirosamente- de jamás dejar fuera de una opinión a su esposa, contó que logró ganar una batalla durísima, una Termópilas hogareña; la inscripción del nombre de su único hijo, es decir quien tiempo después terminaría siendo mi padre y quien ustedes bien saben (a esta altura) que su nombre es Antonio. Ni lo consultó, se mandó solo en una determinación unilateral.
Antonio, un nombre potente, que cargaba lo que un nombre italiano meritaba acarrear. Vos fijate. Al decir Antonio uno pone énfasis en la primera o, ahí donde descansa el acento prosódico y hasta la i amanece con impulso y no se desinfla. Vos decís Antonio y te sale del esternón del organismo. “Antonio”. Es como que un tanque atravesando tu pecho. En cambio recitás un Luis y ¿en qué pensás? Si, ya se, en un pedito de vieja. De esas viejas fuleras, que tienen cara de malas, que nunca una alegría… de esas viejas que, sin quererlo, exhiben la enagua, siempre más larga que la pollera y de las que si tu pelota caía en el patio de la casa de alguna de éstas, a la mierda. Chau pelota. Y olvidate de rogarle de rodillas y de suplicarles a tus progenitores que te compraran otra. Más fácil era cruzar la cordillera a caballo. Dice la efeméride que Don José de San Martín lo hizo, ¿hubo alguien más? No iba a ser yo ese. Seguro que no.
En fin, lo interesante fue el por qué mi padre decidió llamarme Antonio a mí. Para la época en la que nací, en 1962, en el globo dominaba el hombre pero la mujer gozaba, cada vez, de más espacio. Paulatinamente saltaban las vallas de la prepotencia de los varones expandiendo la habilidad mental y la agilidad que neutralizaba largamente a la del sexo opuesto.
Merecían las damas más de lo que acopiaban y fueron convictas de una  injusticia ya veterana en la tierra.
Mi madre tiraba de un lado de la cuerda y mi padre del otro. Con la promesa del retorno veloz a la sala del sanatorio donde descansaba quien supo dar a luz una hora atrás, avisó que iba al quiosco por cigarrillos. En pleno centro porteño, custodiando la clínica, debía haber alrededor de quince o veinte negocios de venta de cigarrillos, golosinas, etcétera. A las tres horas de esa embustera profecía, se le apareció a mi madre con un certificado de nacimiento en el que el renglón estipulado mostraba un Antonio Roncatto. Si dicen que algo de nuestros primeros minutos en el universo se nos graba perpetuamente, juro que eso debe haber sido el semblante de mi mamá. O será que lo soñé y aluciné que distinguí su horror.
Antonio Rocatto II (íes típicas de los anglos, no de nuestra cultura), o sea yo, lastraba ese nombre por Antonio Ubaldo Rattín, El Rata, símbolo de Boca Juniors, exponente de la genética Xeneize. Decir Rattín significaba decir Boca y mi viejo, un apasionado del sentimiento azul y oro, se vio ante la casualidad de llamarse igual que su ídolo y aprovecharía el azar para estirar la línea familiar desde el lado varonil. Si sos de Boca y tus padres se inclinaron por el nombre Antonio debido a Rattín es pretexto suficiente para erguir el tórax con orgullo. El Rata me arrancó lágrimas, lo reconozco. Un día, control remoto en mano, practicando el extraño sabor del zapping, me llevé por delante a Rattín. A él y a mí nos apartaba la pantalla. El programa tenía su Apocalipsis en una oración de Rattin. “Si volviera a nacer, jugaría al fútbol…”; lo miraba fijo y escuchaba ansioso. Creí que se dirigía a mí y podían estar bombardeando el barrio que nada me movía de la ubicación. Agazapado precisé que redondeara su dictamen. Aterrizó nomás y me aflojó las patas, me liquidó, no me defraudó: “… y jugaría al fútbol solo con la camiseta de Boca”. Me desmayé despierto. Tembló mi cuerpo, se me erizó la piel. Esos que te vienen con el cuento de que la piel se te pone de gallina no entienden. Andá a la puta que te parió con la piel de gallina. A nosotros, a los de Boca, se nos eriza la piel. Dicen que cuando el pellejo se eriza es porque se ve involucrada la hipodermis y debido a una impresión de frío se genera el fenómeno. ¿Frío? El Rata transmite pasión, vehemencia, delirio, garra. El Rata podría haber dicho, “vuelvo a nacer, si tengo suerte sería jugador de fútbol otra vez y me encantaría jugar para Real Madrid, Barcelona… no sé, algún grande de Europa”.
Rattín no extrajo del bolillero las fichas previsibles. Pensó en Boca Juniors, solo en Boca Juniors. Razonó con el corazón y no con la cabeza. La ruleta reservaba un cubículo a la selección nacional. Ni cosquillas le generó. Y las hizo con la selección. Si en el Mundial de 1966 su bravura reposó sobre la alfombra de la Reina. Era la Reina de Inglaterra, acaso, “La Personalidad” del planeta. Rozó uno de los banderines del córner y manoseó el gallardete británico con desafío en sus ojos y a la espera del zarpazo por si alguien lo encaraba. Un león hambriento, un guapo de esos que, en la actualidad, residen encapsulados en las películas. 
Ingresa en acción el Antonio III, el pibe, heredero del modo de vida que es Boca Juniors, sumador de una idiosincrasia opuesta a todas.
Le di el puntapié al cuento describiendo que iba de un lado para el otro, impaciente…
Él, inquieto, sumergido en su fábula. Su madre y yo, tozudos y perseverantes, no poseíamos el imán de su abuelo. Cuando mi padre lo citaba, el tipo se le acercaba con la velocidad de esas panteras cazadoras, lugartenientes de una porción del continente africano.  
Transitó corriendo la cocina, con la pelota dominada, pegada al pie derecho. No eligió ser diestro, fue capricho de la naturaleza. Después de gambetear a la mesa y dos sillas, encaró rumbo al patio y sobre la loza cálida, a metro y medio de la parrilla se clavó frente a su abuelo. Yacían ahí, dos de los tres “Antonios”.
El mayor sentado a la mesa, con el mate sobre esta y unos centímetros más allá el termo. El menor de pie a una distancia suficiente para evitar perder cualquier frase incipiente de los labios del sabio. Para los nietos sus abuelos son eruditos en todo.
- Ey, señor. Usted va y se pone la camiseta de Boca para ir a jugar a la pelota.
- Abueloooo. -Protestó el pibe-
- ¿Se va a quejar por usar la camiseta de Boca?
- Nunca abuelo. Pero tengo puesta la de Lionel.
Era la 10 del Barcelona, la de Leo. Probablemente la bostera posaba dentro del lavarropas pero no tiene solo una camiseta de Boca, es patrón de unas cuantas. No serán once, anda cerca. Intuyo que unas seis o siete. Mi intento de no interceder resultó estéril. Estaban mi padre y mi hijo, en el medio yo y el denominador común, Boca.
- Si no hay una de Boca limpia entonces andá y ponete la 10 de Argentina. –Lo desafié-
- Esa no dice Messi, papá.
En silencio arribó un período crucial para el triunvirato. Lo miré a mi viejo y como si hubiéramos planeado algo tácito, sin premeditarlo, me devolvió el vistazo, parpadeó lentamente al tiempo que inclinaba su cabeza en limpio gesto de asentimiento.
Mudos, acorralamos a Antonio, lo doblamos en la marca evitando que se filtre. Mi padre, respetuoso y ubicado, dejó en mis manos la exposición.
- La 10 de la selección es la de Diego Armando Maradona.
- Ah, sí... Maradona. –Respondió displicente-
- ¿Cómo? ¿Ah, sí, Maradona?
Con la elegancia de un catedrático, el Antonio añejo se dirigió a su nieto.
- Siéntese acá que antes de marcharse a jugar a la pelota, usted va a comprender que al decir Diego Maradona nunca tiene que pasar desapercibido.
El pibe quedó estupefacto. No lo habían retado aunque sonó a eso. Ciertos tonos, expresiones, definían todo.
El chico se sentó sobre un banco de cemento, contiguo a un taburete rústico del jardín. Casi con vergüenza bajó su mirada, como inspeccionando si las medias que calzaba le combinarían con una camiseta albiceleste de la que no escaparía. Mi padre me guiñó el ojo, abrió el semáforo y entonces aparecía en escena una explicación fundamental para las partes. Mi papá no tatuó en mí la cronología porque la deambulamos unidos, a la par. Estaba obligado a no desaprovechar los detalles. Un día seré abuelo, me veré tomando mate, sentado en la silla adyacente a la parrilla y enfocado en las macetas, mis radares oirán un objetivo diferente. No me permitía un traspié, un titubeo. Me apremiaba a ser perfecto. 
- Diego Maradona, hijo, a tu edad, sabía cuales eran sus sueños. Comprendía que apuntaba a un sueño de selección y a ganar el Mundial.
Antonito giró la cabeza con la velocidad de un rayo para contemplar a su abuelo. El viejo, mateando un amargo tras otro, no lo miró directo. Sí por periférica. Apartó la bombilla de la boca y obligó a su nieto a no distraerse. Lo que decía mi padre era religión para mi hijo. Entonces continué con los Cebollitas y el suceso del hornero. Desde la pubertad, Maradona evidenció ser distinto. En un partido, harto de la humillación que enfundaba al arquero contrario, en las aproximaciones al área de enfrente elevaba los remates por sobre el travesaño. El marcador fijaba un siete u ocho a cero, a uno, del lado de los de Pelusa y Diego quemaba tiempo apuntándole a un nido de hornero fabricado sobre un árbol plantado a espaldas de una de las porterías.
Antonio largó la pelota que abrazaba y siguió el relato  atentamente.
- El 20 de octubre de 1976, diez días antes de su cumpleaños 16, debutó en primera división. Usó una casaca con el número 16, porque era suplente y en esa época los números del 1 al 11 eran de los titulares y del 12 al 16 para los suplentes. Entró en el segundo tiempo del partido que Argentinos Juniors perdió, creo que 1 a 0, contra Talleres de Córdoba. La primera pelota que agarró Maradona, tiró un caño. Y le salió.
             Con el viejo como testigo, mateando incesantemente, Antonito se acomodó en la silla. Atrapado por decisión propia, exigió más. Y yo seguí, me embalé entusiasmado porque acaparé sus sentidos.
- Llegó la época de ir a un club más grande entonces aparecían River Plate y Barcelona de España. Diego firmó para Boca. Y la 12… (con mueca de felicidad me forzó a respirar profundo) … la 12 cantaba: “Lo quería Barcelona, lo quería River Plei, Maradona es de Boca, porque gallina no es”. Maradona vino a Boca. A Boca. En River empataban la cantidad de plata del salario de Fillol, un arquerazo.
- Era de River ese papá… -Algo de razón volaba en el ambiente. No se hablaba bien de los de River en casa y me permití un oasis-
- ¿Y? Era un arquerazo. Contra Diego no pudo nunca. Pero era un arquerazo el Pato. Si lo habré puteado. En el primer partido donde Diego con la camiseta de Boca enfrentó a River, estábamos en la tribuna con tu abuelo, en la que de abajo, la que daba a Casa Amarilla. Diego mató con la zurda el centro de Cacho Córdoba, se quitó a Fillol de encima… en una baldosa se lo sacó a Fillol. Cuando Tarantini le cerraba el arco, la puso ahí, muerta, al lado del palo zurdo. Lo fue a gritar a los palcos y aquella noche lluviosa la Bombonera explotó.
Antonio no dijo nada. Separó suavemente sus labios y estirando el mentón hacia delante. Reclamó más.
- Boca debió venderlo y nada impidió que Barcelona le tuviese preparada la 10.
- La de Leo Messi. –Se le iluminó el rostro al niño- 
- La de Maradona, Antonio, la de Maradona... El Camp Nou supo rebalsar de fútbol aunque la magia, la magia la impuso Diego. Maradona le metía fichas al ego catalán. No íbamos a culpar a los barcelonistas por creerse los mejores si Maradona pateaba para ellos. Me hablan de Gaudí… bah… la arquitectura, y lo vas a aprender más adelante, mucho más adelante. La arquitectura del fútbol fue de Diego. Lo quebraron y todo. Los vascos, un desgraciado de apellido Goikoetxea lo sacó de las canchas. Diego volvió. ¿Cómo no iba a retomar su estela el mejor?
Con la excusa de la necesidad de hidratarme por el castigo de la tarde veraniega, pausa y mi viejo me hizo el aguante. Utilicé los segundos del reloj para estudiar de qué manera explicaría el venidero escalón. ¿Para qué entrar en el tema de la droga si le platicaba a un jovencito? Reflexioné y me dije que quien esté libre de pecado que lance la primera piedra. Por otro lado, ¿qué carajos se logra enlazando a un ser con la droga? Impregné, sin quererlo, recuerdos oscuros como la prohibición de ingreso a Estados Unidos, un país que le cerró las puertas a Maradona con tesis irrisorias.
Pisé el patio y descendimos en Nápoles.
- El 5 de julio de 1984 el San Paolo, el estadio del Napoli, estaba repleto. Los tifosi enloquecieron con Diego y lo elevaron al santuario de San Genaro, patrono de la ciudad. Maradona les regaló el scudetto, la UEFA… les hizo saber lo que es sonreír. Les hizo vencer la guerra contra los del norte que, con aire repugnante, definían al sur de Italia como otro país. Napoli y su Napoleón Maradona, chantaron un arco del triunfo meridional.
- ¿Sonreír? ¿Nada más que sonreír? –Preguntó mi padre-
- ¡Hizo despertar a los muertos! –Sentenció-
Ni me inmuté en escarbar sobre la locución de mi viejo ya que no logré comprender si se refirió a la inscripción que apareció pintada dentro del cementerio napolitano luego del primer título del club o si la exclamación perseguía a los compañeros de Maradona. Efectivamente, en Napoli, Maradona hizo despertar a los difuntos y enalteció la vacilante técnica de sus compañeros. 
Mientra tanto, el chiquillo balanceaba sus piernas que no alcanzaban el piso luego de haberse acomodado en el taburete. Su tronco, recto, y sus manos juntas entre sus piernas.
- ¿Y eso fue todo? –Interrogó-
- Claro que no. Volvió a España en 1992 y un año después del Sevilla, a Argentina. Cuando nos ilusionamos con el retorno a Boca se marchó a Newell´s donde jugó solo cinco partidos y, finalmente, llegó a Boca. El primer partido fue contra Colón, en La Bombonera. Que te cuento que a las 11 de la mañana no había más lugar. El partido empezaba a las 5 de la tarde. Salió Diego al campo… la cancha se vino abajo, sobre todo con el Maradooooo, Maradooooo… El partido fue cerrado. Colón quería arruinarnos. Ingenuos. Nosotros teníamos a Diego, al incomparable, al mejor de todos los tiempos. Entonces, la pelota en profundidad a MacAllister, centro al medio y Darío Scotto, de cabeza, puso el 1 a 0. Diego lo gritó como si ese gol hubiera sido de su factura.
Una gota del lagrimal intentó fugarse. Permaneció presa, retenida. Estaba flaqueando y no me estorbó porque era la personificación de la alegría.
Al tiempo que le expliqué que Maradona fue campeón juvenil con Argentina, que lo mataron a patadas en España 1982, que se encargó de putear a los que insultaron el himno de nuestro país en Italia, de que la FIFA hipotecó el júbilo de Maradona al borrarlo de Estados Unidos mediante una ¿enfermera?, rubia insípida de sonrisa irónica, alcahueta de los desgraciados, estiré hasta el final lo que incumbía a México 1986.
- Maradona tocó el cielo con las manos. La pelota también. En el partido contra Inglaterra, por cuartos de final, le ganó en el salto a Peter Shilton, al arquero inglés. Todos creyeron ver la mano, nadie se atrevió a aseverarla. Únicamente los ingleses que rodearon al árbitro mientras este convalidaba el gol. El 10 elevó su puño y andaba a la caza de su lugar en la cancha mientras miraba a la tribuna donde celebraba un minúsculo grupo de argentinos. Más tarde llegó la obra maestra, su ópera prima.
Inconciente. Así delineé mi verborragia porque estaba dirigiéndome a una criatura y ¿cómo ansiar que supiese lo que una ópera prima era?
- Pisó la pelota y empezó a pensar en el arco de Shilton. Salió entre dos y por el medio se asomaba Burruchaga, más allá (gesticulé con mi mano izquierda como cuando uno lanza todos sus dedos juntos en una especie de signo de desprecio) a Valdano… Diego empezó a pasar a uno, a dos, a tres, entró al área.
El más pequeño Antonio se puso de pie, intuía el final.
- Lo desparramó al arquero y, cayéndose, la tocó suave. Dijeron que era un barrilete cósmico, se preguntaron de qué planeta había llegado. Fue el gol más espectacular que jamás hayamos atestiguado.
El chiquito lo gritó y aquella lágrima inmóvil cedió. Acariciaba su mejilla derecha. Fue entonces cuando supe que no existía vuelta atrás. Porque cuando te enamorás ya no hay camino de retorno. Es imposible. Los colores de tu equipo son para toda la vida. Abogar en defensa de un futbolista, también es para siempre.
Opté por sortear a Bélgica y el susto que nos pegó Alemania cuando empató y la copa se escurría como arena entre los dedos.
Salió disparado hacia el interior de la casa. La pelota perduró estática en el patio. Mi viejo no me dijo una palabra y yo no podía desanudar mi garganta. Lo miré a mi padre deseoso de que con un golpe de vista se uniera, que sea cómplice, mi compinche al menos una última vez.
Seguía mateando entre espacios más prolongados. Aspiraba a escudriñar su vista. Al percatarme de que sus lentes se empañaron amagué un pensamiento pero no me deshice en palabras. Quedé taciturno.
Mi esposa se asomó y desde la puerta me recriminó por haber hecho llorar a mi hijo.
Logré que entendiera que el llanto era de algarabía, de regocijo.
Antonito reapareció. Reapareció luciendo la camiseta de la selección argentina con el 10 en el dorso. Ávido de que lo viéramos, desfiló delante de nosotros con sosiego. Se puso de espaldas con el pretexto de levantar la pelota y realmente buscaba que reparáramos en el dígito de su camiseta.
Se despidió con un hasta luego, enfiló hacia su partido y entonces junto a mi padre, al unísono, libramos una carcajada feroz. Se le escapó, a mi hijo, al nieto de mi padre, una pestaña de tela debajo de la camiseta de Argentina. La ración de tela era color azulgrana. Entre su piel y la casaca albiceleste vestía, todavía, la número 10 de Messi, como dejando entrever que aquel niño sabía mejor que nadie a quién le corresponde, como a ninguno, el legado de Diego Maradona.

3 comments:

  1. Grande el legado de Diego Maradona, sin duda alguna fue un grande y lo seguira siendo.

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  2. muy lindo, te va enganchando a seguir leyendo. Feilcitaciones!

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